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Foto del escritorVanina Rosenthal

Cómo (no se debe) enseñar a comer


Todos tenemos secretos. Nada grave. Simplemente cosas que preferimos no contar, porque sabemos que están en las antípodas de lo que la sociedad considera correcto. Y no tenemos ganas de exponernos gratuitamente.


El mío (uno de los) tiene que ver con la comida.


Quienes me conocen saben que como mal. Pero nadie tiene real noción del problema: jamás en mi vida probé la palta, nunca mastiqué espárragos ni alcachofas ni repollo ni cientos de otras verduras (ni siquiera sé cómo se llaman). Me dan asco. Me pasa como al revés de los vegetarianos. Siento que me estoy comiendo un pedazo de pasto. Un jardín. La casa de Los Pitufos. Wácala.


Mi mamá tampoco come nada de eso. Su alimentación es a base de carne y la mía también. Cuando chica comíamos carne los siete días de la semana, mediodía y noche. Y a veces (casi nunca) en el desayuno me servían una milanesa mientras me preparaban el tupper del almuerzo.


Obviamente cuando quedé embarazada juré que mis hijas no serían como yo. Y por primera vez mi heladera se llenó de colores: zapallo, acelga, lo típico de las guaguas cuando empiezan a incorporar alimentos. No me acuerdo bien en qué momento empecé a fracasar. Pero la primera vez que Sol fue a Mc Donalds tenía menos de tres años.


Es imposible predicar lo que no se practica. Ahora, por más que yo compre cosas saludables, nadie las come. Se pudren. Es lógico. Por qué elegirían un plato de ensalada si la mamá come malaya con papas fritas, o entraña con puré de camote, o pollo con papas doradas, o asado, o asado, o asado, o asado.


Mi hija mayor, hace unos cuantos años ya, estaba en casa de una compañerita, agarró una palta y preguntó qué era. La mamá (que es mi amiga) me llamó con ataque de risa. No podía creerlo. Como si no supiera qué es una manzana...


Consciente de que lo estoy haciendo pésimo, hace unos meses me propuse mejorar. Un poco por mi salud (mis análisis están OK pero nunca se sabe) pero básicamente por las niñas. La más chica es menos mañosa con la comida, más parecida al papá, pero igual necesito cambiar el ejemplo.


Hace un par de meses le pedí ayuda a Ignacia Uribe, una colega que además es la fundadora de Vegetarianos Hoy y es como la reina de la alimentación saludable. Me invitó a un restorán mega extremista (de esos en los que el huevo no es huevo, la carne no es carne, el chocolate no es chocolate) y sobreviví. Hablamos sobre metas concretas y mi objetivo fue convertirme en reducetariana: alguien que come de todo pero que tratan de consumir menos carne.


Desde entonces al menos un día a la semana trato de alimentarme bien. Es decir, incorporar verduras aunque estén camufladas. Así pasé por la milanesa de berenjena, morrones con huevo a la parrilla, sopas varias gentileza de mi amiga cheff Ivy Lehman, y lo más osado, que fue un plato de pasta con leche de almendras y unas semillas que no quise saber qué eran. Me sentí un pájaro comiendo alpiste, pero no sabía mal.


Lo que más me cuesta es eliminar las miles de porquerías que como entre comidas. Las papitas marco polo (lo máximo), las galletitas y la coca cola normal. Ese ha sido mi mayor logro. Bebida como mucho dos veces a la semana. El resto, agua. Y dejé de comprar para la casa. Pero con las papas fritas no puedo. Deben tener alguna droga, qué se yo. Me da como abstinencia. Y el crunch al morder me relaja... Es como una experiencia sensorial!


Probablemente nunca me convierta en una persona que come como corresponde, pero tampoco es mi intención. Solo quiero generar hábitos saludables en mis hijas y además no puedo alimentarme como a los 20 porque una cosa es no tener tendencia a engordar, pero otra es asumir que cada kilo que me compro es para siempre.


Y también me gustaría poder compartir una comida sin que se note mi cara de asco. Un desayuno con jugos de colores, un almuerzo de trabajo en el Quínoa sin saber que moriré de hambre y fingiré estar mal de la panza... no aspiro al pan con palta porque eso no sucederá jamás. Never ever. Pero la meta a corto plazo es tener dos o tres ensaladas que me gusten.


Mi consejo para quienes tienen hijos chicos es que se lo tomen más seriamente que yo. Es verdad que los niños copian lo que ven. Pedirles que coman una manzana cuando come un panqueque no funciona. Se me cagan de risa en la cara. Y tienen razón. Así que a veces panqueques para todos, y a veces fruta para todos. Vamos alternando.


Más allá del body positive, una corriente que realmente celebro como mamá de adolescentes, es hora de asumir que healthy is the new pretty. Y no estoy exagerando.


Ya no fui una mamá de esas que se basan en el arcoiris para preparar el menú semanal. Pero nunca es tarde pare corregir. Así que si están en etapa de crianza, ahórrense las carcajadas por la pelea manzana contra panqueque, o papas fritas contra ensalada verde, y empiecen a mejorar desde hoy.








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